René Descartes (1596-1650)
Descartes nació el 31 de marzo de 1596 en La Haye, en la Turena francesa. Pertenecía a una familia de la baja nobleza, siendo su padre, Joachin Descartes, Consejero en el Parlamento de Bretaña. La temprana muerte de su madre, Jeanne Brochard, pocos meses después de su nacimiento, le llevará a ser criado en casa de su abuela materna, a cargo de una nodriza a la que permanecerá ligado toda su vida. Posteriormente hará sus estudios en el colegio de los jesuitas de La Flèche, hasta los dieciséis años, estudiando luego Derecho en la Universidad de Poitiers. Según la propia confesión de Descartes, tanto en el Discurso del método como en las Meditaciones, las enseñanzas del colegio le decepcionaron, debido a las numerosas lagunas que presentaban los saberes recibidos, a excepción de las matemáticas, en donde veía la posibilidad de encontrar un verdadero saber.
2.
Esta muestra de escepticismo, que Descartes presenta como un rasgo personal es, sin embargo, una característica del pensamiento de finales del siglo XVI y principios del XVII, en los que el pirronismo ejerció una notable influencia. Terminados sus estudios Descartes comienza un período de viajes, apartándose de las aulas, convencido de no poder encontrar en ellas el verdadero saber:
3.
"Por ello, tan pronto como la edad me permitió salir de la sujeción de mis preceptores, abandoné completamente el estudio de las letras. Y, tomando la decisión de no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en el gran libro del mundo, dediqué el resto de mi juventud a viajar, a conocer cortes y ejércitos, a tratar con gentes de diversos temperamentos y condiciones, a recoger diferentes experiencias, a ponerme a mí mismo a prueba en las ocasiones que la fortuna me deparaba, y a hacer siempre tal reflexión sobre las cosas que se me presentaban, que pudiese obtener algún provecho de ellas." (Discurso del método)
4.
Después de sus estudios opta, pues, por la carrera de las armas y se enrola en 1618, en Holanda, en las tropas de Maurice de Nassau, príncipe de Orange. Allí conocerá a un joven científico, Isaac Beeckman, para quien escribe pequeños trabajos de física, como "Sobre la presión del agua en un vaso" y "Sobre la caída de una piedra en el vacío", así como un compendio de música. Durante varios años mantienen una intensa y estrecha amistad, ejerciendo Beeckman una influencia decisiva sobre Descartes, sobre todo en la concepción de una física matemática, en la que había sido instruido por Beeckman. Continúa posteriormente sus investigaciones en geometría, álgebra y mecánica, orientado hacia la búsqueda de un método "científico" y universal.
5.
En 1619 abandona Holanda y se instala en Dinamarca, y luego en Alemania, asistiendo a la coronación del emperador Fernando en Frankfurt. Se enrola entonces en el ejército del duque Maximiliano de Baviera. Acuartelado cerca de Baviera durante el invierno, pasa su tiempo en una habitación calentada por una estufa, donde elabora su método, fusión de procedimientos lógicos, geométricos y algebraicos. De esa época será la concepción de la posibilidad de una matemática universal (la idea de una ciencia universal, de un verdadero saber) y se promete emplearla en renovar toda la ciencia y toda la filosofía.
6.
La noche del 10 de noviembre de 1619 tiene tres sueños sucesivos que interpreta como un mensaje del cielo para consagrarse a su misión filosófica. La importancia que concede Descartes a estos sueños choca con las características que se le atribuyen ordinariamente a su sistema ( racionalismo), pero según el mismo Descartes nos relata, estarían en la base de su determinación de dedicarse a la filosofía, y contendrían ya la idea de la posibilidad de fundamentar con certeza el conocimiento y, con ello, reconstruir el edificio del saber sobre cimientos firmes y seguros. Habiéndose dotado con su método de una moral provisional, renuncia a su carrera en el ejército. De 1620 a 1628 viaja a través de Europa, residiendo en París entre los años 1625-28, dedicando su tiempo a las relaciones sociales y al estudio, entablando amistad con el cardenal Bérulle, quien le animará a desarrollar sus teorías en afinidad con el catolicismo. Durante este período se ejercita en su método, se libera de los prejuicios, acumula experiencias y elabora múltiples trabajos descubriendo especialmente en 1626 la ley de refracción de los rayos luminosos. También en esta época redacta las "Reglas para la dirección del espíritu", obra inacabada que expone lo esencial de su método.
7.
En 1628 se retira a Holanda para trabajar en paz. Permanecerá allí veinte años, cambiando a menudo de residencia, completamente ocupado en su tarea filosófica. Comienza por componer un pequeño tratado de metafísica sobre el alma y Dios del que se dice satisfecho y que debe servir a la vez de arma contra el ateísmo y de fundamento de la física. Dicho tratado contendría ya las ideas fundamentales de lo que serían posteriormente las "Meditaciones metafísicas", según algunos estudiosos del cartesianismo, opinión no compartida por otros, que creen demasiado temprana la fecha como para que Descartes estuvisese ya en posesión de su metafísica.
8.
Interrumpe la elaboración de dicho tratado para escribir en 1629 un "Tratado del mundo y de la luz" que acaba en 1633 y que contiene su física, de caracter mecanicista. Pero, habiendo conocido por azar la condena de Galileo por haber sostenido el movimiento de la tierra (que también sostenía Descartes), renuncia a publicar su trabajo. Por una parte no quiere enfrentarse con la Iglesia a la cual está sometido por la fe. Por otra, piensa que el conflicto entre la ciencia y la religión es un malentendido. En fin, espera que un día el mundo comprenderá y que podrá editar su libro. Este "miedo" de Descartes ante la condena de Galileo ha llevado a algunos estudiosos a buscar en su obra un significado "oculto", llegando a interpretar la demostración de la existencia de Dios que realiza en las Meditaciones como un simple ejercico de prudencia, que no se correspondería con el "auténtico" pensamiento cartesiano sobre la cuestión. Para difundir su doctrina mientras tanto publica resúmenes de su física, precedidos por un prefacio. Es el famoso "Discurso del método", seguido de "La Dióptrica", los "Meteoros" y "La Geometría", que sólo son ensayos de este método (1637). El éxito le conduce a dedicarse completamente a la filosofía. Publica en 1641, en latín, la "Meditaciones sobre la filosofía primera", más conocida como Las Meditaciones metafísicas, que somete previamente a los grandes espíritus de la época (Mersenne, Gassendi, Arnauld, Hobbes...) cuyas objeciones seguidas de respuestas serán publicadas al mismo tiempo. En 1640 muere su hija Francine, nacida en 1635, fruto de la relación amorosa mantenida con una sirvienta. En 1644 publica en latín los "Principios de la filosofía". La publicación de estas obras le proporciona a Descartes el reconocimiento público, pero también es la causa de numerosas disputas.
9.
En 1643 conoce a Elizabeth de Bohemia, hija del elector palatino destronado y exiliado en Holanda. La princesa lo adopta como director de conciencia, de donde surgirá una abundante correspondencia en la que Descartes profundiza sobre la moral y sobre sus opiniones políticas y que le conducen en 1649 a la publicación de "Las pasiones del alma", más conocida como el Tratado de las pasiones, que será la última obra publicada en vida del autor y supervisada por él.
10.
Posteriormente realiza tres viajes a Francia, en 1644, 47 y 48. Será en el curso del segundo cuando conozca a Pascal. Su fama le valdrá la atención de la reina Cristina de Suecia. Es invitado por ella en febrero de 1649 para que le introduzca en su filosofía. Descartes, reticente, parte sin embargo en septiembre para Suecia. El alejamiento, el rigor del invierno, la envidia de los doctos, contraría su estancia. La reina le cita en palacio cada mañana a las cinco de la madrugada para recibir sus lecciones. Descartes, de salud frágil y acostumbrado a permanecer escribiendo en la cama hasta media mañana, coge frío y muere de una neumonía en Estocolmo el 11 de febrero de 1650 a la edad de 53 años.
(La obra de referencia sobre la vida de Descartes es la de Adrien Baillet:
"Vie de M. Descartes", que se puede consultar en línea en la BNF.)
CAUSA
Filosofía. (Del lat. causa). La palabra causa, en su acepción más general, significa agente, energía o fuerza que, según su propia naturaleza, produce actos, efectos o fenómenos. La idea de causa, magistralmente estudiada por Aristóteles en su tiempo (V. Le P. Th. Regon, La Métaphisique des Causes, d'après Saint Thomas et Albert le Grand, París, 1886), implica multitud de sentidos, que son todos complementarios de la acepción general que queda expuesta, y entre ellos los de razón, finalidad, motivo, causa primera, impulso, etc., etc. Aristóteles distinguió hasta cinco clases de causas: 1.ª La eficiente o determinante (agente, que es la acepción directa de la causalidad). 2.ª La ejemplar (tipo o modelo de la causa eficiente). 3.ª La formal (o idea que preside a la causación). 4.ª La material (o elemento de la causalidad); y 5.ª La final (o sea el fin del acto). Se considera hace ya tiempo que la causa eficiente o determinante (distinguida en física y voluntaria) es la que contiene en sí las distintas aplicaciones del principio de causalidad que adquiere toda la concreción de que es susceptible en la llamada causa final.
Desde muy antiguo viene combatiendo el empirismo la idea de causa. Ya afirmaba Sexto el Empírico que no se puede pasar de los fenómenos visibles a sus causas, y que sólo se perciben sus relaciones de simultaneidad o sucesión en el tiempo. De entonces acá toda tendencia empírica del pensamiento ha abrigado semejante pretensión, acentuada sobre todo en Locke y en Hume, y sistematizada por St. Mill, declarando que hay que atacar «el baluarte del idealismo en la idea de causa.» Para perseguir este fin, que puede señalarse como el primero del positivismo, se ha intentado la explicación o génesis empírica de la idea de causa. Ateniéndose a la observación y a la experiencia, el positivismo quiere limitar la esfera de la inteligencia humana al conocimiento de los fenómenos y a la conexión de sus distintos órdenes mediante leyes inducidas, de suerte que la ciencia fije las relaciones invariables de sucesión entre los fenómenos, y la noción de la causalidad quede reducida a la del antecedente. Pero queda el pensamiento en lo arbitrario e indeterminado y gravita necesariamente hacia el escepticismo si, averiguados empíricamente los hechos y su sucesión, no se determina qué relaciones de sucesión son las de causalidad, porque la ciencia humana aspira a explicar y prever, y para lo primero se exige la causa como para lo segundo se requiere la ley. La génesis exclusivamente empírica de la idea de causa, que equivale a su negación, la identifica con la idea del antecedente o condición del fenómeno. Se pretende explicar empíricamente la idea de causa por la asociación (V. ASOCIACIÓN DE LAs IDEAS) y por el hábito; tal es, en realidad, el empeño más perseverante de todo el Asociacionismo ingles conocido con el nombre de «Psicología inglesa de la Asociación.» (V. L. Ferri, La Psychologie de l' Association). Para el asociacionismo inglés la causa se refiere a la sucesión, es el antecedente invariable de un fenómeno subsiguiente. Se estima entonces la causa como antecedente, el fenómeno como subsiguiente, y la relación como una secuencia uniforme, cayendo en el error inherente al sofisma post hoc, ergo propter hoc, y sobre todo incurriendo en la falsa identificación de la causa con la condición.
Para evitar semejantes errores, reconociendo la índole empírico-ideal de la noción de causa (como la de todo conocimiento científico) y la ilegítima identificación de la causa con la condición, podemos distinguir con Lotze (V. su Psychologie Physiologique) las dos maneras (en último término complementarias) que tenemos para conocer científicamente las cosas: «En la primera, cognitio rei, nuestra inteligencia se representa el objeto no sólo en su manera de ser exterior, sino en una intuición inmediata a que colaboran nuestras ideas y nuestras percepciones sensibles, y nos capacita para penetrar su naturaleza propia, transportándonos con el pensamiento a su interior, y para saber, por consecuencia, cuáles deben ser, según su índole específica, las disposiciones de tal objeto. La segunda, cognitio circa rem, consiste en un conocimiento claro y preciso de las condiciones bajo las cuales aparece el objeto y se relaciona con los demás de una manera regular.» El primer conocimiento es el de la idea o concepción de la causa, y el segundo el de las condiciones de manifestación de los fenómenos. La condición (según su significación etimológica lo indica, dicere cum) se halla constituida por el conjunto de circunstancias o causas ocasionales que acompañan a la manifestación fenomenal de una energía, circunstancias que pueden ser de naturaleza distinta del fenómeno o del efecto; pero la causa es siempre de naturaleza idéntica con la del efecto. Así es que, mientras el conocimiento de las condiciones o circunstancias según las cuales se manifiesta un fenómeno puede obtenerse cumplidamente por la observación y por la experiencia, requiere la idea de causa por lo menos un procedimiento inductivo. Y si, como dice Naville, «es la inducción la parte presente de la razón en los datos experimentales,» tan pronto como hablamos de causa, aun al identificarla erróneamente con la condición, rebasamos los límites de la experiencia y penetramos en el cognitio rei. Pero el conocimiento de la causa, complementado y no sustituido por el de condición o condiciones, según las cuales se manifiestan sus efectos, puede circunscribirse, como se observa en algunos casos, a la simple declaración de su existencia o avanzar a la percepción de su naturaleza. Para lo primero, es decir, para obtener el conocimiento de la existencia de una causa, basta el de la existencia de uno cualquiera de sus efectos (que es lo que ha servido al empirismo para caer en el error de identificarlo con la condición), mientras que para lo segundo, o sea para conocer la naturaleza de una causa, se necesita la percepción de la naturaleza de sus efectos en el número mayor posible, de todo lo cual se deduce que el conocimiento ideal de la causa se va nutriendo de los datos cada vez más amplios y extensos que ofrece la extensión de sus efectos, o que el criterio completo para el conocimiento de una energía causal requiere la sucesiva reconstrucción del concepto ideal. Como argumento práctico en pro de la distinción que dejamos establecida, puede citarse el célebre y conocido razonamiento de Descartes, punto de arranque de todo el espiritualismo francés, cuya parte de verdad y de error se percibe fácilmente si se distingue el conocimiento de la existencia de la causa del conocimiento de su naturaleza.
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Cuando Descartes contrastaba el valor de todas sus ideas y conocimientos ante la piedra de toque de la duda, declarando que no alcanza ni se aplica la duda al sujeto que piensa (en cuanto duda y la duda es pensar), inducía legítimamente de la existencia del efecto de la duda y del pensamiento a la existencia de una causa (alma) que duda y piensa. Inducción es ésta que, más o menos tocada de subjetivismo, servirá siempre de piedra angular a la concepción de la realidad espiritual.
Pero, al estimar Descartes que el conocimiento de la naturaleza de un efecto (la duda y el pensamiento) autoriza el conocimiento no sólo de la existencia, sino de la naturaleza de la causa de este efecto, induce ilegítimamente, reduciendo toda la realidad del alma al pensamiento y desconociendo que son factores anímicos de igual valor la sensibilidad y la voluntad.
Establecida la distinción entre la condición y la causa, obligado es declarar, y sin que sea lícito ya hoy ponerlo en duda, que la observación de las condiciones de manifestación de los fenómenos coopera a concebir más exactamente la idea de su causa productora; pero si ésta se niega y nos atenemos sólo a aquéllas, nos apoderamos ficticiamente de la sombra o de las apariencias fenomenales y abandonamos la realidad. Basta, para confirmarlo, observar que, según ya dejamos indicado, las condiciones para la producción de los fenómenos o efectos pueden ser de naturaleza distinta de la propia de estos mismos fenómenos, como se observa, por ejemplo, en el conjunto de condiciones somáticas que sirven de base al ejercicio de la energía psíquica (así es una condición del estudio por la noche la luz, la cual no es, sin embargo, la causa productora de la actividad mental), mientras que la causa productora ha de ser siempre de naturaleza idéntica con la de sus fenómenos o efectos. En suma, la condición o cognitio circa rem, como conjunto de circunstancias (causas ocasionales) que acompañan a la manifestación de los efectos propios de una energía causal, es distinta de la causa productora o cognitio rei de dichos efectos, pues ésta implica una realidad potencial que produce la actual en la forma sucesiva del tiempo.
Objeciones iguales a las que quedan expuestas se pueden dar por repetidas contra la pretendida explicación empírica de la noción de causa mediante el principio de la herencia o el crecimiento continuo, que considera la humanidad en la serie del tiempo como un solo hombre que subsiste siempre y aprende perpetuamente (V. SPENCER). La herencia, como principio lógico y ontológico, afirma que los principios racionales (y por tanto la noción de causa) son resultado de una dilatada educación del espíritu, y en tal sentido son adquiridos (empíricos); pero esta educación no es la del individuo, sino la de la especie, y por tanto para el primero resultan innatos. Es, pues, la teoría misma de St Mill; pero en vez de aplicarla al espíritu de un solo hombre, se extiende a la especie, desde que franquea los límites de la animalidad (V. TRANSFORMISMO), porque la herencia equivale a la memoria de la especie. Cuantas consideraciones se oponen a reducir la noción de causa a una génesis exclusivamente empírica en el individuo, son valederas contra el empirismo colectivo. No es, por otra parte, lícito prescindir en punto tan esencial del origen inmediato para nosotros de la idea de causa, que ya Maine de Biran refería al sentimiento del esfuerzo. El reconocimiento de nuestra propia causación, de que somos causa de nuestros actos, al sentirnos o percibirnos en nuestro ser como centro de reacción de fuerzas o como energía viva, autoriza, mediante esta percepción conscia e inmediata, la inducción de la causalidad es ley esencial de todo lo que existe, inducción que no contradice, sino que confirma la experiencia, atestiguando que todo ser actúa y tiene una causa conocida o ignorada. En resumen, pues, la idea de causa, merced a la sucesiva reconstrucción de su concepto empírico-ideal, es percibida inmediatamente en nosotros mismos y aplicada universalmente a toda actividad viva como principio real que concibe la conciencia racional. V . MÉTODO.
Causa final. A la causa eficiente o determinante es inherente la causa final. La causa determinante, en el orden lógico, es la razón o porqué de las cosas, y en el orden práctico, el fin o destino de los seres. Todo tiene su causa se completa diciendo: todo tiene su fin o su destino, juicio teleológico, como lo denomina Proudhon, que aplica el principio de causalidad al orden real y práctico de las cosas. Respecto a la causa final, el testimonio inmediato de la conciencia habla y depone en pro del destino o fin de todos nuestros actos, y aun prueba que aquéllos, como los de la esfera artística, cuya génesis se refiere al juego y a un exceso de energía, que les supone una finalidad sin fin (definición dada por algunos del arte), poseen un fin y destino propios, inmanente en ellos mismos (la producción de la belleza). La observación psicológica prueba, en efecto, que es de nuestra propia índole y naturaleza obrar siempre en vista de un fin, sin que la frase no hacer nada tenga sentido negativo más que en la relación, es decir, nada respecto a lo que debíamos hacer.
No se concibe, en efecto, que ejecutemos actos sin designio que los rija. Por tal motivo la observación sagaz de los ingleses ideó como pena severísima, semejante al suplicio de Tántalo, y aplicable a los grandes criminales, la que consistía en llevar piedras de un lado a otro, volverlas luego al mismo sitio, de nuevo llevarlas y de nuevo deshacer lo hecho. Y es que nada hay más contrario a nuestra naturaleza que la ausencia de fin en que emplear nuestra actividad. Así se nota que los ociosos matan el tiempo con distracciones más o menos frívolas, pero haciendo siempre algo, y que los recluidos siguen con la vista las espirales del humo de sus cigarros o el vuelo de los insectos. No se concibe por tanto actividad ni energía sin fin. Pero se ha abusado mucho, hasta caer en el ridículo, graciosamente explotado por Voltaire, del juicio teleológico o de finalidad (V. Janet, Les Causes finales), tanto por falta de discreción en sus aplicaciones, como por exceso de confusión entre los medios y el fin, todo lo cual ha contribuído a que las Causas finales hayan sido combatidas por el espíritu científico de los contemporáneos, señaladamente desde Kant. Puede, en efecto, la ausencia de finalidad consciente en la naturaleza llevar a concebir la célebre antinomia de Kant entre la fuerza y la inteligencia o entre el mecanismo y la moral. Pero tal antinomia desaparece reconociendo que no toda fuerza o causa es por sí misma inteligente, sino que el mecanismo es obra propia del pensamiento (Mens agitat molem). La adaptación de los medios al fin es cualidad propia de toda organización y de todo ser vivo, y como lo vivo es lo real, pues lo estable y muerto resulta detritus de lo vivo ( V. FECHNER y GERLAND), todo lo real tiene finalidad, siquiera en muchas de sus concreciones no haga individualmente efectiva la conciencia del fin que persigue. Justo es, sin embargo, protestar contra el abuso de las causas finales o contra la aplicación desmesurada del juicio teleológico, puesto en boga por un optimismo inocente con el célebre principio de razón suficiente de Leibniz. Semejante abuso hace declinar el pensamiento en un antropomorfismo lleno de abstractas personificaciones que pueden llegar al ridículo de declarar que el puente de la nariz es para llevar gafas. Contra ciertas inducciones precipitadas y prematuras vale el dicho de Voltaire, identificando la imbecilidad con esa finalidad ficticia que concibe toda la realidad a imagen y semejanza de lo inmediatamente percibido en nosotros mismos (antropomorfismo). Para evitar estos errores de que donosamente se mofa el empirismo científico, y para asentar en bases legítimas (sin precipitaciones del sábelo todo) la aplicación del principio de finalidad, importa no confundir los medios (que tomarnos a veces como fines, cuando son condiciones de fines que desconocemos) con las causas, y sobre todo advertir que no conocemos el fin de todas las cosas, lo cual no equivale ciertamente a la declaración de que carezcan de destino.
Causas ocasionales. El sentido recto de estas dos palabras equivale al significado de circunstancia o suceso concomitante, que acompaña a otro y provoca su manifestación, sirviendo de ocasión para ello. El sentido tradicional o significación en la historia de la filosofía es el de la hipótesis ideada por Descartes y seguida por alguno de sus discípulos para explicar la unión del alma con el cuerpo. Concebida el alma por Descartes como sustancia pensante, sin connivencia alguna con la sustancia extensa, o sea el cuerpo, no es posible explicar, según el cartesianismo, la unión ambas en el hombre, sino mediante la intervención de la causa primera o Dios. Es Dios para Descartes y sus discípulos quien, con ocasión de los fenómenos internos del alma, provoca en correspondencia con ellos los movimientos del cuerpo, y, viceversa, quien, con ocasión de los movimientos del cuerpo, hace que surjan en el alma las ideas que los representan o las pasiones en que terminan. El sistema de las causas ocasionales, iniciado en las obras de Descartes, fue desenvuelto por sus discípulos Clauberg, Malebranche, Regis, Geulinx y Laforge. Negando relaciones directas entre el alma y el cuerpo, estima la hipótesis de las causas ocasionales las causas segundas, los actos del alma y los movimientos del cuerpo, como la causa ocasional para que se manifieste la acción de Dios para determinar su unión. Desconoce semejante hipótesis la unidad de nuestra naturaleza y la espontaneidad del alma, y convierte al hombre en simple causa ocasional (agente mecánico) de una causa primera. Conserva sólo la hipótesis de las causas ocasionales un interés exclusivamente histórico, pues ni aun la acepta el espiritualismo francés, nutrido de la filosofía cartesiana.