martes, 1 de junio de 2021

Falsificadores: Han van Meegeren

 Amsterdam, junio de 1945

La ciudad había sido liberada y, pese a que las cicatrices que había dejado la guerra tardarían en cerrarse, se respiraba optimismo y alegría en la ciudad. Sin embargo, Han no paraba de dar vueltas en un catre mugriento. La falta de morfina le impedía dormir y la acusación que pesaba sobre su persona no ayudaba en absoluto. A duras penas se levantó y profirió un grito más frío que los barrotes que le confinaban en aquella celda: 

  • ¡Estúpidos! ¡Idiotas! ¡Eso no es un Vermeer! ¡Esa obra la pinté yo!

Había sido condenado por un crimen que no había cometido. Era inocente. Más o menos.

La Haya, 1928

Desde que en 1913 abandonase los estudios de arquitectura y se dedicase a la pintura, Han van Meegeren se había abierto un hueco en el panorama artístico holandés. No le faltaba talento e incluso había ganado algún que otro premio. Réplicas de su obra, El cervatillo, realizada para la princesa Juliana, colgaban de las paredes de una multitud de casas (Imagen 1). Por si fuera poco, era un reconocido retratista. Pero, tras su segunda exposición en solitario, su carrera sufriría un gran revés. Una crítica supuso su epitafio como pintor: “Posee todas las virtudes, excepto la originalidad”. El estilo de van Meegeren, heredado de los grandes maestros del XVII, no encajaba en el siglo de las nuevas vanguardias. El orgullo y el desprecio por el arte moderno no le permitieron encajar ese golpe. Si sus obras no podían ser admiradas en su época, no le quedaba otro remedio: las haría viajar en el tiempo.

Imagen 1. El cervatillo, de Han van Meegeren (1921). Fuente

Riviera francesa, 1932

La venganza es un plato que se sirve frío. Pero, además, hay que saber cocinarlo. Han había decidido esconderse en las sombras y elaborar un minucioso plan para ridiculizar al lobby de la crítica artística. Se mudó con su familia a una pequeña localidad de la Costa Azul y se dispuso a pintar una gran obra maestra al estilo de Vermeer. Y no se limitaría a realizar una burda copia, pintaría un original que pudiese haber hecho el famoso pintor. ¿Y por qué elegir a dicho artista? Por una parte, porque había dejado escasas obras para la posteridad y una nueva causaría un tremendo impacto. Por otra, y quizás la más importante, porque cuadros como La callejuela o La joven de la perla le otorgaban, según algunos, el título de mejor pintor de su siglo. Estas cosas hay que hacerlas a lo grande.

Imagen 2. Cristo en casa de Marta y María (160×142 cm), de Vermeer (1654-56). Fuente

Pero para pintar como el genio de Delft hacía falta algo más que sed de venganza y un aplastante dominio de la técnica. Había que mimar los detalles hasta el extremo. Van Meegeren hizo acopio de los pigmentos que usaba el flamenco (bermellón, blanco de plomo, lapislázuli, etc.) e incluso fabricó sus propios pinceles siguiendo la costumbre de la época. Por otra parte, recopiló auténticas obras del siglo XVII. Las obras por sí mismas no le importaban lo más mínimo, pero necesitaba lienzos que hubiesen sufrido el desgaste de 300 años. Con precisión de cirujano eliminó la pintura sobre el lino y así consiguió el soporte ideal para sus cuadros. Durante los siguientes años se dedicó a perfeccionar su técnica hasta que estuvo seguro de que nadie le descubriría. Una vez listo, sólo faltaba seleccionar el tema para su obra y qué mejor que recurrir a otro gran maestro del que Vermeer había recibido influencias: Caravaggio. La cena de Emaús sería el tema elegido. 

Imagen 3. Cena de Emaús (140×197 cm) de Caravaggio (1596-1602). Fuente

Seguro que van Meegeren no podía estar más satisfecho al dar su última pincelada. Pero todavía quedaba un tremendo obstáculo. La pintura al óleo se va secando y agrietando con los años. Con aquel cuadro todavía húmedo no engañaría a ningún experto. Pero, como decíamos, todo estaba cuidado hasta el extremo. El holandés había mezclado los pigmentos con baquelita, un polímero que se endurece con el calor. Sólo quedaba meter el lienzo en el horno. Tras sacarlo, le dio una capa de barniz y lo enrolló de modo que surgiesen craqueladuras en las marcas que habían dejado las antiguas obras sobre los soportes reusados. Y como quiera que los cuadros acumulan suciedad a lo largo de los años (y no digamos de los siglos), ensució la superficie para deslucir su reciente creación. Lo había conseguido: había pintado un Vermeer.

Mónaco, Septiembre de 1937 

El corazón del doctor Abraham Bredius nunca había latido tan rápido. Un tratante le había hecho llegar un cuadro para examinar (Imagen 4). No cabía duda. Era una obra maestra de Vermeer o, según sus propias palabras, era “la gran obra maestra” de Vermeer. Y él lo haría público. Una medalla más en su gloriosa carrera.

Imagen 4. La cena de Emaús (115-127 cm), de Han van Meegeren (1936-37). Fuente

A Hans van Meegeren solo le faltaba dar el último estoque. Según sus planes, había llegado el momento de humillar a la crítica y a esos supuestos expertos en arte encabezados por Bredius. Pero algo le hizo cambiar de opinión. Se sospecha que la fortuna que había logrado con la venta del cuadro tuvo algo que ver (más de cuatro millones y medio de euros al cambio actual). Con ese dinero compró una mansión en Niza y siguió trabajando con la técnica que tanto había tardado en depurar.

Berlín, agosto de 1943

Las fuerzas del Eje han perdido el Norte de África, pronto caerá Italia. Quizás por eso Hermann Göring decide poner a salvo su incomparable colección de arte. En ella destaca una obra de Vermeer: Cristo entre los adúlteros (Imagen 5).

Imagen 5. Cristo entre los adulteros (96×88 cm), de Han van Meegeren (1943). Fuente

Mina de sal de Altausse (Austria), mayo de 1945

La Segunda Gran Guerra llega a su fin y los aliados siguen ganando terreno. Al entrar en la mina de sal de Altausse encuentran cientos de cajas almacenadas con un total de más de 6000 obras de arte (Imagen 6). El valor de aquellas piezas es incalculable. Hay una que hará especial ilusión al recién liberado pueblo holandés, una que lleva la firma insigne de Vermeer.

Imagen 6. Obras de arte encontradas en posesión de los nazis en las minas de sal de Altausse (1945). Fuente

Las investigaciones de las autoridades holandesas no se hacen esperar y el comerciante nazi que había vendido la obra a Göring pronto confiesa el origen de aquella pieza. Todos los focos apuntan hacia un pintor holandés que había desaparecido del panorama artístico: Han van Meegeren. Había expoliado patrimonio de su propio país, había negociado con los invasores. Aquello era alta traición y se pagaba con la vida.

Amsterdam, finales de 1945

Han van Meegeren se jugaba la cabeza con cada pincelada. Había conseguido esquivar la condena, pero solo a cambio de demostrar que era capaz de falsificar un Vermeer. Durante seis semanas tuvo lugar uno de los juicios más peculiares de la historia. El pintor no solo exigió su material, sino también tabaco, alcohol y morfina, alegando que le eran completamente necesarias para desatar su creatividad. Volvió a elegir un cuadro en el que Cristo era el gran protagonista: Jesús entre los doctores. Pese a que su técnica había empeorado, consiguió salvar el cuello. En aquella corte se pintó el último Vermeer (Imagen 7).

Imagen 7. Han van Meegeren pintando su última obra enfrente de un panel de expertos (1945). Fuente

Amsterdam, finales de 1947

Quien es capaz de crear un Vermeer puede crear cualquier historia. Van Meegeren esgrimió que sus obras solo tenían la finalidad de engañar a los nazis para salvar el patrimonio patrio. Había pasado de traidor a héroe. Una encuesta realizada ese mismo año le situaba como la persona más popular de su país, solo tras el primer ministro y por encima del propio principie, para cuya mujer había pintado aquel cervatillo cuando todavía era un pintor honesto. 

En cualquier caso, el falsificador se enfrentaba ahora a cargos de fraude. En este juicio no sería necesario que cogiese de nuevo el pincel. Su modus operandi quedaría al descubierto gracias a pruebas más fiables: entraba en acción la evidencia científica. Y lo hacía de la mano de Paul Coremans, doctor en Química Analítica y responsable científico de Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica. Gracias a meticulosos análisis químicos se confirmó la presencia de baquelita (polímero comercializado a partir de 1910), tal y como van Meegeren había confesado. Además, se hallaron rastros de Albertol, una resina sintetizada en 1910 que habían encontrado en el taller del falsificador, y azul cobalto, pigmento descubierto en 1802 y que, obviamente, Vermeer nunca pudo usar (Imagen 8). La suciedad escondida entre las craqueladuras, que tanto habían ayudado a engañar a los expertos, resultó no ser natural, sino tinta india con la que van Meegeren había dado un toque añejo a sus pinturas.

Frente al tribunal y la multitud que seguía el juicio, Coreman fue mostrando las evidencias una a una. El propio van Meegeren quedó impresionado – Un trabajo excelente, señoría- le confesó al juez. Sin duda, aquel 29 de octubre marcó un antes y un después en cuanto a la importancia de los estudios científicos en obras artísticas.

Imagen 8. Pruebas presentadas contra van Meegeren en la acusación de fraude. Fuente

Dos semanas después Van Meegeren fue condenado a un año a prisión, aunque jamás cumpliría dicha condena. El hombre que engañó a Göring falleció el 30 de diciembre. No sin antes haber visto consumada su venganza. 

Han van Meegeren fue uno de los mejores falsificadores de todos los tiempos, el mejor si hacemos caso a la opinión del propio Coreman. Posiblemente su engaño no se hubiese descubierto hasta mucho después de no haberse visto envuelto en esta rocambolesca historia. Algo que nos lleva a pensar cuántos falsificadores habrá de los que no conozcamos ni el nombre. ¿No son esos realmente los mejores? Aquellos cuyas obras descansan en las paredes de museos y colecciones privadas sin que nadie se percate, a la espera de que algún estudio científico desvele su verdadero origen. Para reflexionar sobre este hecho acabemos con una sentencia que dejó durante su juicio el protagonista de nuestro relato:

Ayer esta pintura valía millones y expertos y amantes del arte hubiesen venido de cualquier parte del mundo para admirarla. Hoy no vale nada, y nadie cruzaría la calle ni para verla gratis. Pero la pintura no ha cambiado. ¿Qué es lo que ha cambiado?” 

Epilogo

Tras la muerte de van Meegeren hubo quien se negó a creer su confesión y llegó a denunciar a Coreman por devaluar las obras de arte que seguían considerando auténticos Vermeers. En 1968, la revista Science publicaba un artículo en el que el estudio de radioisótopos de polonio y radio demostraba que obras como La cena de Emaús habían sido pintadas en el siglo XX (sirve este artículo también para hacer arqueología científica y ver que diferentes eran las publicaciones de aquella época). Desde entonces los métodos científicos han ido avanzando y se han realizado nuevos análisis (presencia de impurezas, análisis cromatográficos, etc.) que siguen descubriendo fallos en las falsificaciones de van Meegeren, dejando en evidencia que hoy sería casi imposible engañar a todo el mundo como él hizo.

Fuente: https://culturacientifica.com/2017/12/10/pintor-engano-los-nazis-no-la-quimica/

miércoles, 20 de febrero de 2019

Peter Blake, Mystero

Jasper Johns, siempre actual!!! "Unitiled"


Jasper Johns, “Untitled” (2018), oil on canvas, 50 3/4 x 34 1/8 inches (© Jasper Johns/VAGA at Artists Rights Society (ARS), NY, all images courtesy Matthew Marks Gallery)

miércoles, 2 de enero de 2019

Cándido Portinarí, pintor Brasileño

Cándido Portinari nació el día 30 de diciembre de 1903, en una hacienda de café en Brodoswki, en el Estado de São Paulo. Hijo de inmigrantes italianos, de origen humilde, recibió apenas la instrucción primaria. Desde niño, manifiesta vocación artística. A los 15 años, fue a Rio de Janeiro en busca de un aprendizaje más sistemático en pintura, matriculándose en la Escuela Nacional de Bellas Artes.
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En 1928, conquistó el Premio de Viaje al Extranjero de la Exposición General de Bellas Artes, de tradición académica. Fue a París (Francia), donde permaneció durante todo el año 1930. Lejos de su patria, con nostalgia de su gente, Portinari volvió al Brasil en 1931 y retrató en sus telas al pueblo brasileño, superando de a poco su formación académica y fundiendo la ciencia antigua de la pintura a una personalidad experimentalista antiacadémica moderna.
En 1935, obtuvo su primer reconocimiento en el exterior, la segunda mención honrosa en la exposición internacional del Carnegie Institute de Pittsburgh, Estados Unidos, con una tela de grandes proporciones, titulada “Café”, retratando una escena de la cosecha típica de su región de origen.
La inclinación muralista de Portinari se reveló con vigor en los paneles ejecutados en el Monumento Caminero de la pista Rio de Janeiro – São Paulo, en 1936, y en los frescos del nuevo edificio del Ministerio de la Educación y Salud, realizados entre 1936 y 1944. Estos trabajos, como conjunto y concepción artística, representan un hito en la evolución del arte de Portinari, afirmando la opción por la temática social, que fue el hilo conductor de toda su obra a partir de entonces.
Compañero de poetas, escritores, periodistas, diplomáticos, Portinari participó de la élite intelectual brasileña en una época en que se verificaba un notable cambio de la actitud estética y en la cultura del país.

A fines de la década de 30, la proyección de Portinari en los Estados Unidos fue consolidada. En 1939, él ejecuta tres grandes paneles para el pabellón de Brasil en la Feria Mundial de Nueva York. En este mismo año el Museo de Arte Moderna de Nueva York adquiere su tela “O Morro”.
En 1940, participó de una muestra de arte latinoamericana en el Riverside Museum de Nueva York y expuso individualmente en el Instituto de Artes de Detroit y en el Museo de Arte Moderna de Nueva York, con gran éxito de crítica, venta y público. En diciembre del mismo año, la Universidad de Chicago publicó el primer libro sobre el pintor, “Portinari, His Life and Art”, con introducción del artista Rockwell Kent e innumerables reproducciones de sus obras.
En 1941, Portinari ejecutó cuatro grandes murales en la Fundación Hispánica de la Biblioteca del Congreso en Washington, con temas referentes a la historia latinoamericana. De regreso a Brasil, realizó, en 1943, ocho paneles conocidos como “Serie Bíblica”, fuertemente influenciado por la visión picassiana de “Guernica” y bajo el impacto de la 2ª Guerra Mundial.
En 1944, invitado por el arquitecto Oscar Niemeyer, inició las obras de decoración del conjunto arquitectónico de la Pampulha, en Belo Horizonte (MG), destacándose el mural “São Francisco” y la “Vía Sacra”, en la Iglesia de la Pampulha. La escalada del nazi fascismo y los horrores de la guerra reforzaron el carácter social y trágico de su obra, llevándolo a la producción de las series “Retirantes” y “Meninos de Brodowski”, entre 1944 y 1946, y a la militancia política, afiliándose al Partido Comunista Brasileño y postulándose a diputado, en 1945, y a senador, en 1947. En 1946, Portinari volvió a París para realizar su primera exposición en suelo europeo, en la Galerie Charpentier. La exposición tuvo gran repercusión, habiendo sido Portinari condecorado, por el gobierno francés, con la Légion d’Honneur.
En 1947 expuso en el salón Peuser, de Buenos Aires (Argentina) y en los salones de la Comisión Nacional de Bellas Artes, de Montevideo (Uruguay), recibiendo grandes homenajes por parte de artistas, intelectuales y autoridades de los dos países.
Los últimos años de la década de 40 señalaron el inicio de la explotación de los temas históricos por medio de la afirmación del muralismo. En 1948, Portinari se exilió en Uruguay, por motivos políticos, donde pintó el panel “A Primeira Missa no Brasil”, encomendado por el banco Boavista de Brasil.
Panel “Tiradentes”
Panel “Tiradentes”





En 1949, ejecutó el gran panel “Tiradentes”, narrando episodios del juicio y ejecución del héroe brasileño que luchó contra el dominio colonial portugués. Por este trabajo, Portinari recibió, en 1950, la medalla de oro concedida por el Jurado del Premio Internacional de la Paz, reunido en Varsovia (Polonia).
En 1952, atendiendo al pedido del Banco de Bahia, realizó otro panel con temática histórica, “A Chegada da Família Real Portuguesa à Bahia” e inició los estudios para los paneles “Guerra e Paz”, ofrecidos por el gobierno brasileño a la nueva sede de la Organización de las Naciones Unidas. Concluidos en 1956, los paneles, midiendo cerca de 14m x10m cada uno, son los más grandes pintados por Portinari.
En 1955, recibió la medalla de oro concedida por el Internacional Fine-Arts Council de Nueva York como el mejor pintor del año. En 1956, Portinari viajó a Israel, por invitación del gobierno de aquel país, exponiendo en varios museos y ejecutando dibujos inspirados en el recién creado Estado Israelí y expuestos posteriormente en Boloña (Italia), Lima (Perú), Buenos Aires (Argentina) y Rio de Janeiro. En el mismo año, Portinari recibió el Premio Guggenheim del Brasil y, en 1957, la Mención Honrosa en el Concurso Internacional de Acuarela del Hallmark Art Award, de Nueva York. Al final de la década de 50, realizó diversas exposiciones internacionales.
Expuso en París y Múnich (Alemania) en 1957. Fue el único artista brasileño a participar de la exposición 50 Años de Arte Moderna, en el Palais des Beaux Arts, en Bruselas (Bélgica), en 1958. Como invitado de honra, expuso 39 obras en sala especial en la I Bienal de Artes Plásticas de la Ciudad de México, en 1958. En este mismo año, expuso en Buenos Aires, y en 1959 en la Galería Wildenstein de Nueva York, juntamente con otros grandes artistas americanos como Tamayo, Cuevas, Matta, Orozco, Rivera. Participó de la exposición Colección de Arte Interamericana, del Museo de Bellas Artes de Caracas (Venezuela). Cándido Portinari murió el día 6 de febrero de 1962, cuando preparaba una gran exposición de cerca de 200 obras por invitación de la Municipalidad de Milán (Italia), víctima de intoxicación por las tintas que utilizaba.
Fuente: https://www.museucasadeportinari.org.br/es/candido-portinari/la-vida/

martes, 25 de diciembre de 2018

James Turrell obliterates the senses


W
hen people talk about having a religious experience with contemporary art, there is a good chance they’re talking about an encounter with James Turrell. The American artist’s large scale installations work with light, and fuse art with science, in ways that lead some viewers into rapture.
Event Horizon, a new work by James Turrell at the Museum of Old and New Art’s new wing, Pharos, which opened in December 2017.
 Event Horizon, a new work by James Turrell at the Museum of Old and New Art’s new wing, Pharos, which opened in December 2017. Photograph: Jesse Hunniford
On beholding his work in a 2013 retrospective, one New York Times reporter wrote breathlessly: “The rush of blood to my head nearly brought me to my knees.”
Writing about Turrell’s Perceptual Cell, Guardian art critic Jonathan Jones was similarly awed: “One critic has already claimed he had a mental orgasm in the chamber. It would be nice to scoff but I feel that downplays the power of this mind-expanding work of art.”
For me, encountering his work at the new wing of Hobart’s Museum of Old and New Art seemed to rearrange my neurons, and completely still my mind.
The work of James Turrell is made to have a strong effect on people. A rip-off – or homage – to his work in the Drake video clip Hotline Bling bought him a new generation of fans, but it is about more than just the telegenic visuals. His work is the sort not seen, but instead experienced. The more you surrender, the more profound it can be.
Turrell, aged 74 and going through a late hot period, has said: “[My art] is about your seeing, like wordless thought that comes from looking into fire.”
The new Turrell works Mona has acquired join another by the artist, which sits on a roof above the sprawling Hobart property: the much-loved Amarna, one of 80 Skyspace installations Turrell has built in “high altitude and geographically isolated locations.” 
But the four new pieces sit in a purpose-built wing, Pharos, which houses other works too, by Jean Tinguely, Randy Polumbo, Charles Ross and Richard Wilson, whose world-famous 20:50 was acquired from London’s Saatchi Gallery in 2015.
20:50, which Mona’s founder David Walsh has described as “one of the best works of art I’ve ever seen”, consists of a space filled to waist-height with recycled engine oil. You walk down a central corridor and are surrounded on three sides by the thick liquid, which is spread right to the brim. It glimmers enticingly, reflecting the sky, and the temptation to touch it is strong. (One Trip Advisor reviewer didn’t get it: “A lot of it [Mona] was just hype and making you line up for a LONG time to just look at some black water ... for example.”)
20:50 is murkier, darker, more material than Turrell’s lightwork – but it is Turrell who steals the show.
Made on-site, a Turrell acquisition requires huge amounts of modifications and renovations to the space in which it will sit; the artist has spent the past 30 years, for instance, constructing a three-mile-wide installation inside an extinct volcano in Arizona. At Mona, David Walsh and his Melbourne-based architect Nonda Katsalidas built the Pharos wing at a cost of $32 million, $8m of which was the cost of the art itself.
The space, which soft-launched in December but is still incomplete, is named after the Pharos of Alexandria, the lighthouse built for Ptolemy I Soter in around 280BC.
“Our new wing of Mona is a lighthouse too, but not one designed to warn ships of the risk of foundering on rocks,” Walsh writes in a recent post on the Mona website. “Our lighthouse is a testimonial to the power of light as art – not just as a medium for artworks, but as an object.”
Jutting out into the Derwent, Pharos has something of a secret chamber about it. You enter at the back of Mona’s current exhibition, the Museum of Everything, through a black cloth. And there it is, a corridor and column of light. This is the first of the Turrell works, titled Beside Myself. 
If the museum proper is a dark, sexy and surprising funhouse, Pharos is its counterpoint. It’s bathed in clarifying light.
Writes Walsh: “Whereas Mona is intended to be an antidote to closed-mindedness, Pharos is open-heart surgery.” After a visit to the work, there is no doubt about the truth of this statement. Pharos not just opens you up, but scrambles your head and your heart.
Pharos opened to the public on Boxing Day – a relatively quiet opening for Mona, which is famed for its lavish parties. Instead, thousands of bars of chocolates were mailed to the museum’s neighbours in Berriedale. Resembling a Wonka Bar, some contained “golden tickets” for a first look at the new wing; all contained a note of apology from Walsh for enduring the construction work.
Now just a month old, the Pharos wing feels as if it has been there all along. There is a lovely bar and tapas restaurant with beautiful views of the water, and highly Instagrammable interiors of soft pink and green. But it takes a while to realise the real beauty is hidden in plain sight: behind the tables sits a very large egg, stationed with two white-coated attendants. 
After signing a waiver saying I don’t suffer from epilepsy or claustrophobia, and am not drunk or on drugs, I ascend stairs into the egg with someone I had met only minutes before. The work, Unseen Seen, is made to be experienced in pairs, and we recline on a thin mattress, similar to an operating table. 
At first it’s awkward, lying next to a stranger on this pseudo bed, asking: “Do you prefer it hard or soft?”. (The work comes with two settings; we choose “hard”.) But then the light takes over. It is both visually and physically unsettling, and it gives you no choice. You surrender to it with your whole body.
At first, the light comes dull and in fragments, like blood under a microscope which drifts into your field of vision. Soon it’s as though you’re snorkelling through more substantial fragments that float past like algae. Then it really kicks up a gear, with intense colours – bright yellow and magenta – and things that swirl and flash. 

The experience is so complete and overwhelming that nothing can get a look in edgewise. The light floods the entirety of your field of vision; the only way to escape it is to put your hands fully over your eyes, or press the panic button given to you before you enter. Later I experienced the work as a series of patterns, as if I were living in a kaleidoscope.
“I could see the inside of my eyeball, but also the colour of my thoughts,” says Walsh of the experience. That is true for me – also, the whole experience had the effect of quieting my mind, like a long meditation.
When it’s over, we’re escorted out of the egg to put our shoes back on – but before we have a chance to adjust, we’re in the next phase: The Weight of Darkness. 
The darkness of this room is so complete it seems to physically suck or drain from your body any remnants of the light from the previous work. The room is silent and the silence, with the darkness, has a strange depth to it. I touch the edges and try to get a sense of the space, but feel hopelessly disorientated. Once we find our way to some chairs, it’s a matter of just sitting there: 20 minutes, spent in negative space. I find it supremely relaxing.
The final Turrell work, Event Horizon, is more social: a coloured cube-shaped room with changing lights, more like the Drake film clip. There’s no sense of an edge to the space; in fact several people have been injured experiencing Turrell’s work, usually by falling. (One woman sued the Whitney in 1980, claiming the work caused her to “precipitate to the floor”.)
fter the Turrell experience is over, I hang out with my installation buddy for most of the day and into the evening. We sit in the sun outside the gallery, listen to music, drink wine and talk. When he returns to Melbourne I send him a text – “let’s be friends and hang out” – which I have never done before. 
I wonder if this is Turrell’s long tail at work. A friend of mine had a more intense experience with the stranger she shared the work with: “I really miss that guy,” she told me. “We didn’t talk much. I don’t even know his name. How weird is that?”
Does the light itself reconfigure neurons to accelerate familiarity? Does the work reconfigure the usual relationship between the work and the viewer, and actually pull other people into it? Do the people you experience the art with become part of your experience?
Turrell is focused so primely and purely on the light itself that any questions are for the viewer to hopelessly try and unpick. All he offers are inscrutable hints: “With no object no image and no focus, what are you looking at? You are looking at you looking.”
And this: “People come to your work with very different things in themselves that you cannot change, and your work might just do nothing to them too.”
 Pharos is open to the public at the Museum of Old and New Art in Hobart, Tasmania
Fuente: https://www.theguardian.com/artanddesign/2018/jan/26/blinded-by-the-light-james-turrell-obliterates-the-senses-in-stunning-new-mona-wing

domingo, 23 de septiembre de 2018

Marie Laurencin: "La pintura me apasiona y por lo tanto me atormenta"

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Marie Laurencin (1885-1956), pintora francesa que nació cerca de París; se cree que pudo seguir algunas clases nocturnas de dibujo. Gracias a su relación con el poeta Guillaume Apollinaire, conoció y fue amiga del artista francés Georges Braque y del español Pablo Picasso, junto a quienes expuso en 1907. Aunque influenciada por las formas planas y los ritmos vigorosos que estos y otros exponentes del arte moderno habían introducido, su obra nada tuvo que ver con el cubismo. Sus temas artísticos fueron, a menudo, figuras femeninas individuales o en grupo, frágiles y distantes, vestidas con colores azul y rosa pastel. Sus pinturas tienen una atmósfera de ensueño y sus tonos son tan suaves como los utilizados en las primeras miniaturas persas. Destacó también como impresora, ilustradora de libros y figurinista. Aunque vinculada al círculo vanguardista del Bateau-Lavoir, desarrolló un estilo decorativo y refinado. Sus obras más características son los retratos a lápiz y los decorados para ballets.

Síntesis biográfica

A partir de 1903 cursó estudios en la Academia Humbert, donde conoció al pintor y escultor Georges Braque, quien, junto con Picasso, fueron los creadores del cubismo. Marie frecuentó el Bateau-Lavoir, en el barrio de Montmartre, lugar de residencia y de reunión de numerosos pintores y escritores. Pintaba retratos y autorretratos. Expuso por primera vez en 1907 en el Salón de los Independientes; ese mismo año se convirtió en la compañera y musa del novelista y crítico de arte Guillermo Apollinarie (1880-1918), y con quien mantuvo una relación apasionada y tumultuosa hasta 1912. Participó de todas las manifestaciones del grupo cubista.
En 1914 se casó con el pintor  Otto von Wätgen, y al estallar la Primera Guerra Mundial, se exiliaron en España. Asociada con Sonia Delaunay, compuso varios poemas para revistas artísticas durante 1917. Separada de su esposo, volvió a Parísen 1921. Se dedicó a pintar retratos de mujeres o escenas femeninas, también flores y bodegones, con suaves y pálidos colores, en tonos rosados, azules y blancos. Con formas curvilíneas expresó la seducción femenina. Junto a sus retratos, Marie realizó grabados, xilograbados e ilustró obras literarias de numerosos escritores: André Gide y Max Jacob, entre otros. También creó decorados de teatro e hizo vestuarios para los Ballets Rusos: el ballet Las Ciervas (1924), para las compañías de la Opera Cómica y la Comedia Francesa.

Una creativa autónoma

Marie Laurencin no cedió ante la presión de los estilos artísticos de su tiempo y conservó su particular forma expresiva. Justamente tal podría ser el valor más admirable de sus creaciones: esa proyección directa, sencilla y sin pretensiones. Laurencin, complementó su labor artística ilustrando con acuarelas libros de célebres autores: Gide, Jacob, Carroll, John Perse, etc. Contaba Marie, además, con el beneficio de pertenecer a un ámbito social y cultural frecuentado por Picasso, Braque, Matisse, Delaunay y Gris. Estos grandes artistas, con su contacto y amistad, coadyuvaron al desarrollo de su sensibilidad estética, lo cual queda plasmado en su singular y exquisita producción.

Obra Las bailarinas

La belleza de lo espontáneo

Las jóvenes que se muestran en su cuadro motivan una admiración que no se corresponde a lo sensual. Más bien, estas mujeres atraen por su autenticidad, por su femineidad transparente. Ellas exponen una cierta danza interior y su armonía no precisa de coreografía ni de música alguna, sino solamente de su simple ser. Las pinceladas de Laurencin comparten esa misma proyección: no implican sentidos ocultos, ni hermenéuticos acertijos. Por el contrario, suya es la belleza de lo espontáneo, esa misma que celebró Seneca en una de sus mejores reflexiones. De acuerdo a este sabio, mucha es la felicidad de quien no esconde su propia esencia y sencillamente se expone tal como es. Las bailarinas de Marie Laurencin hacen solo eso, manifiestan la belleza inherente a su ser-mujer y motivan un sentimiento de sublime idealidad. Pero además, lo espontáneo no deja de tener algo de imprevisible, y la coquetería de las facciones y ademanes de las féminas de Laurencin exponen una sutil seducción, gracias a- precisamente- su frescura y naturalidad.

Museo Marie Laurencin

"La pintura de Marie Laurencin debe verse con la luz más pura y transparente"
Este era el deseo de Masahiro Takano, el fundador del único museo consagrado a la pintora francesa Marie Laurencin. Inaugurado en julio de 1983, está situado en una estación estival de montaña, Tateshina -en la región de Nagaro-, situado a unos 200 Km. al noroeste de Tokio (Japón) en un entorno natural que, desde los años 30' , a principios de la Era Suowa, fué elegido como lugar de moda entre la alta sociedad nipona. El éxito del Museo Marie Laurencin animó a su propietario a aumentar la oferta expositiva, rodeando el Museo con un jardín de esculturas, el Tateshino Open Air Museum, que se extiende a través de 10 hectáreas de espacio natural, y añadiendo un hotel. El conjunto es conocido como Artland.

Estilo

Su estilo pictórico comprende un empleo particular de colores fluidos y suaves, una creciente simplificación de la composición, una predilección por ciertas formas femeninas alargadas y graciosas que le permiten ocupar un lugar privilegiado en el París mundano de los años 1920. Es conocida como una de las pocas artistas femeninas cubista, con Sonia DelaunayMarie Vorobieff, y  Franciska Clausen. Si bien su trabajo demuestran la influencia de los pintores cubistas Pablo Picasso y Georges Braque, que era su amigo, ella desarrolló un enfoque único para la abstracción que a menudo se centra en la representación de los grupos de mujeres y de retratos femeninos. Además, su trabajo se encuentra fuera de los límites de las normas cubista en su búsqueda de una estética específicamente femenina por su uso de colores pastel y formas curvilíneas. Laurencin, al pintar sus visiones de licitación, trató de reafirmar la seducción femenina en la cara de la modernidad triunfante. La insistencia en la creación de un vocabulario visual de la feminidaden su arte puede ser visto como una respuesta a lo que algunos consideran que la masculinidad arrogante del  cubismo

Cita

"La pintura me apasiona y por lo tanto me atormenta"
Fuente: https://www.ecured.cu/Marie_Laurencin