Diana Preston: Antes de Hiroshima. De Marie Curie a la bomba atómica (Tusquets, 2008)
Por Rogelio López Blanco, jueves, 04 de septiembre de 2008
La periodista e historiadora, Diane Preston ha escrito un libro fascinante que se cierra en agosto de 1945, tras el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, lo que supuso la rendición del Japón y el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero que se proyecta con pleno sentido histórico durante toda la Guerra Fría y en forma de ejercicio mental proyectivo, estremecedoramente verosímil, hasta hoy mismo, ante la proliferación nuclear en curso y la actual tensión entre Israel y la teocracia iraní. Así pues, a partir del 6 de agosto de 1945 ya nada sería igual en la historia de la humanidad. La autora condensa el contenido y significado de su notable obra cuando señala que Hiroshima fue la “culminación de cincuenta años de creatividad científica y de más de cincuenta años de agitación política y militar” (p. 14). En más amplio sentido, como afirma el historiador Martin Gilbert, el artefacto nuclear “cambió toda la concepción que la humanidad tenía de las guerras, el poder, la diplomacia y las relaciones entre los estados” (La Segunda Guerra Mundial, 1943-1945, La Esfera de los Libros, Madrid, 2006, p. 452).
Para simplificar la complejidad de los múltiples hilos que entretejen la historia expuesta con competencia y rigor por Diana Preston, se puede establecer una división del libro en tras grandes apartados. El primero se concentra en los descubrimientos de la física atómica, que fueron configurando el conjunto del saber científico en torno al entendimiento profundo de la composición de la materia. Aquí las vicisitudes personales de los científicos, sus patrones de trabajo y el carácter de la investigación tiene una importancia sociológica capital en la difusión y consecución de los hallazgos. Los avances iniciales se precipitaron de forma natural, la intensa sed de saber y la competencia entre mentes privilegiadas actuaban como incentivos en el progreso del conocimiento sobre la materia. En el ámbito de la física nuclear los hallazgos nacieron y se desarrollaron en un medio humano donde predominaba la comunicación y el libre intercambio y debate de ideas. Los físicos punteros sabían por medio de las publicaciones, las reuniones internacionales y las estancias de aprendizaje en laboratorios bajo la dirección de eminencias de otros países cuál era el estado de la cuestión en relación con los descubrimientos. El progreso era continuo, casi vertiginoso. Esta etapa de la historia, iniciada en la última década del siglo XIX se cierra al borde del estallido de la segunda conflagración mundial, en enero de 1939, justo cuando un equipo alemán encabezado por Otto Hahn y Lise Meitner descubre la fisión y toda la comunidad científica se percata de inmediato de las posibilidades que pueden llevar aparejadas la aplicación práctica de dicho saber en cuanto al uso de la energía liberada para fines civiles y militares. No obstante, no todo había sido un camino de rosas hasta ese momento, por feliz que fuera la visión retrospectiva tras el fin de la hecatombe culminada en 1945. La Primera Guerra Mundial había impuesto su peaje con la implicación de muchos de los científicos en las vicisitudes del conflicto (gas tóxico, guerra antisubmarina...), arrastrando consigo esa estela de dilemas morales que nunca dejarían de gravitar sobre ellos y su labor. También se ha de recordar que las leyes raciales alemanas, la persecución de los judíos desde el acceso de Hitler al poder en 1933, supusieron un aspecto en absoluto desdeñable por su irónica contribución a la concepción del arma nuclear para frenar el expansionismo nacionalsocialista.
Aunque el principal fin de la bomba fuera obtener la rendición de Alemania y Japón, también se pensaba en el impacto que tendría, como así fue, sobre los dirigentes de la Unión Soviética. Como sostiene John Lewis Gaddis (La guerra fría, RBA, 2008), la Guerra Fría ya había comenzado antes de que se pusiera fin a la Segunda Guerra Mundial
La parte siguiente, cuando la Segunda Guerra Mundial se ha desatado, supuso la aprobación y secreta dotación económica del conocido Proyecto Manhattan, una vez que los políticos fueron persuadidos por los científicos de la urgencia de poner en marcha el programa. A esta fase correspondió el establecimiento de las infraestructuras imprescindibles: terrenos, centros de experimentación, creación de equipos y selección de jefes competentes (como Robert Opprenheimer). Y así comienza el trabajo de investigación a contrarreloj por alcanzar cuanto antes en laboratorio las condiciones que pudieran dar lugar a la liberación de energía a una escala de proporciones descomunales, es decir, a la reacción en cadena autosostenida. Se obtuvo a principios de diciembre de 1942, gracias a los esfuerzos de Enrico Fermi y su equipo de Chicago. A partir de ahí, se entra en la tercera fase: quedaba la ingente tarea de solucionar los problemas logísticos y tecnológicos para construir el artefacto, escudriñar la materia explosiva más adecuada, la forma de hacerla estallar a voluntad, la prueba del ensayo con plutonio en Nuevo México (el 16 de julio de 1945 en Alamogordo), la selección y preparación de las tripulaciones y bombarderos, la elección de blancos y, finalmente, el llevar a cabo la doble acción que puso fin definitivo a la guerra. Sin olvidar en todo este proceso la perspectiva de un mundo convulsionado por la matanza, en combinación con la adopción de decisiones políticas de hondo calado según avanzaba la guerra, sujetas a compromisos internacionales y entremezcladas con asuntos de seguridad y expectativas de futuro. Esta esquemática descripción no entra en una cuestión crucial que debe ser subrayada para evitar la incongruencia de dar por hecho que las cosas ocurrieron porque era como tenían que suceder. Al contrario, lo sorprendente es que una empresa en principio tan incierta pudiera llegar a acometerse. Lo reconoce el propio del director del Proyecto Manhattan, el general Leslie Groves: “estábamos avanzando a ciegas” (p. 238). Como sostienen los especialistas en historia militar Williamson Murray y Allan R. Millet (La guerra que había que ganar, Crítica, Barcelona, 2002, p. 571): “Hasta el otoño de 1944 el Proyecto Manhattan no dio muestras de que realmente podía construirse una bomba...”. La incertidumbre fue, por tanto, la tónica general del programa nuclear Aliado, ni siquiera el mismo 6 de agosto había seguridad absoluta de que la bomba de uranio enriquecido (U235) lanzada por el bombardero Enola Gay de Paul Tibbets sobre Hiroshima hiciera explosión (como se ha mencionado, sólo se había probado en el desierto una bomba plutonio, material explosivo del que estaba compuesto el artefacto que se arrojó sobre Nagasaki).
Siguiendo la indagación de Diana Preston se puede observar cómo avanzaban los proyectos de los otros países, especialmente en el caso de Alemania, que contaba con el genio de Werner Heisenberg, pero también de Japón, iniciado por la Armada en diciembre de 1941, y la URSS
A esta cuestión esencial de la falta de seguridad se unen otros interrogantes de enorme calado que inicialmente cuestionan el proyecto. De todos los posibles caminos que se abrían al gasto y al empleo de los recursos norteamericanos, enormes pero limitados, ¿por qué Roosevelt dio su respaldo político a un desembolso tan ingente (más de 2.000 millones de dólares, 600.000 personas involucradas y una infraestructura equivalente a la de la industria del automóvil) a espaldas del Congreso? Si se repara que estas decisiones se planteaban en medio de una contienda en la que había que considerar dos teatros de operaciones de dimensiones continentales, Pacífico y Atlántico, en la necesidad vital de abastecer a las potencias aliadas (Gran Bretaña, Unión Soviética, China, etc.) y en que también era imperativo concentrarse en el desarrollo de los propios recursos militares, ¿cómo encaja en este contexto semejante dispendio, en especial sin la mínima seguridad de que el fruto se haría realidad y de que habría tiempo para su empleo?La autora no se plantea directamente estos interrogantes, pero de su trabajo se desprenden dos respuestas. Porque tanto Estados Unidos y Gran Bretaña como los científicos, que habían impulsado el proyecto desde el principio, estaban convencidos de que era una carrera contra Alemania y, en no menor medida, porque para los norteamericanos el objetivo no se circunscribía estrictamente a la Segunda Guerra Mundial. De este modo, aunque el principal fin de la bomba fuera obtener la rendición de Alemania y Japón, también se pensaba en el impacto que tendría, como así fue, sobre los dirigentes de la Unión Soviética. Como sostiene John Lewis Gaddis (La guerra fría, RBA, 2008), la Guerra Fría ya había comenzado antes de que se pusiera fin a la Segunda Guerra Mundial. Según advertía la Academia Nacional de Ciencias norteamericana en una evaluación sobre el programa a finales de octubre de 1941 “...en años venideros, la superioridad militar dependería de quien estuviera en posesión de bombas nucleares...” (p. 224). Efectivamente, siguiendo la indagación de Diana Preston se puede observar cómo avanzaban los proyectos de los otros países, especialmente en el caso de Alemania, que contaba con el genio de Werner Heisenberg, pero también de Japón, iniciado por la Armada en diciembre de 1941, y la URSS. En estas circunstancias, no son extrañas las operaciones que pusieron en marcha los Aliados, junto con la resistencia local, para poner fin a la producción y abastecimiento de agua pesada desde Noruega. Tampoco puede sorprender la lógica aplastante de Flerov, el joven científico que informó a Stalin (además del servicio de espionaje) de que los Aliados estaban detrás del arma nuclear, deducción simple del hecho de que habían desaparecido de las revistas académicas internacionales las firmas de los investigadores más renombrados en física atómica.
El problema fue que Hitler nunca vio con buenos ojos el proyecto nuclear, al contrario que los programas de las V1 y V2, razón por cual nunca se pudieron generar “los enormes recursos de mano de obra, materiales y capacidad intelectual necesaria” para llevarlo a cabo
Posteriormente se supo de las dificultades del programa alemán, del comportamiento ambiguo de sus cabezas pensantes (Heisenberg) --patriotas aunque renuentes a colaborar con el régimen nazi--, de las interferencias y compartimentaciones entre distintos organismos del Estado, del cálculo de que no habría tiempo (ahí acertaron), de las dificultades que plantearon los bombardeos de los Aliados o de los hipotéticos límites en sus conocimientos. No obstante, aunque la autora sostenga que hubiera sido “muy poco probable” que los alemanes hubiesen obtenido el artefacto nuclear, no así una “bomba sucia”, mucho más factible, es imposible olvidarse del convencimiento de los científicos que trabajaban en el Proyecto Manhattan, buenos conocedores y hasta amigos de los alemanes, como el húngaro Leo Szilard (enemigo declarado de la carrera armamentística y partidario de demostrar a los japoneses el potencial de ingenio antes de lanzarlo), Arthur Compton (físico que escribió a uno de los asesores de Roosevelt el 22 de junio de 1942: “si los alemanes saben lo que sabemos nosotros, y no nos atrevemos a descartar que lo sepan, podían lanzar bombas de fisión contra nosotros en 1943, un año antes de la fecha prevista para que nuestras bombas estén listas”, p. 245) o el judío-alemán Hans Bethe, jefe de la división de física teórica del programa (quien sostenía con meditada convicción que “era preciso construir la bomba de fisión, porque, presumiblemente, los alemanes también lo estarían haciendo”, p. 259). Por lo demás, los argumentos que aduce en favor de su posición Diana Preston son en buena parte factores que lastraban el plan, no el potencial científico que atesoraban los investigadores alemanes para llevarlo a efecto en caso de habérselo propuesto y de contar con los medios necesarios. Quizá sea éste el aspecto del libro que suscite más polémica y objeciones. En este extremo, el historiador británico Richard Overy es muy claro (véase Por qué ganaron los Aliados, Tusquets, Barcelona, 2005, pp. 310 a 321). Para él, Alemania contaba con suficientes recursos científicos, humanos (incluso prescindiendo de los renuentes) y técnicos. Los investigadores conocían las formas más avanzadas (electromagnética y a través del grafito como moderador) para obtener material fisible. El problema fue que Hitler nunca vio con buenos ojos el proyecto nuclear, al contrario que los programas de las V1 y V2, razón por cual nunca se pudieron generar “los enormes recursos de mano de obra, materiales y capacidad intelectual necesaria” para llevarlo a cabo. No es que el líder nazi detuviera los trabajos, sino que su actitud derivó en un menor grado de apremio que el reclamado respecto a otros proyectos armamentísticos como el ya de fabricación de cohetes, que recibió cantidades ingentes de medios y mano de obra debido al entusiasmo que supieron suscitar en Hitler ingenieros como Wernher Von Braun (se llegaron a construir más de 6.000 cohetes y bombas volantes con un coste de más de 5.000 millones de marcos).
Por Rogelio López Blanco, jueves, 04 de septiembre de 2008
La periodista e historiadora, Diane Preston ha escrito un libro fascinante que se cierra en agosto de 1945, tras el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, lo que supuso la rendición del Japón y el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero que se proyecta con pleno sentido histórico durante toda la Guerra Fría y en forma de ejercicio mental proyectivo, estremecedoramente verosímil, hasta hoy mismo, ante la proliferación nuclear en curso y la actual tensión entre Israel y la teocracia iraní. Así pues, a partir del 6 de agosto de 1945 ya nada sería igual en la historia de la humanidad. La autora condensa el contenido y significado de su notable obra cuando señala que Hiroshima fue la “culminación de cincuenta años de creatividad científica y de más de cincuenta años de agitación política y militar” (p. 14). En más amplio sentido, como afirma el historiador Martin Gilbert, el artefacto nuclear “cambió toda la concepción que la humanidad tenía de las guerras, el poder, la diplomacia y las relaciones entre los estados” (La Segunda Guerra Mundial, 1943-1945, La Esfera de los Libros, Madrid, 2006, p. 452).
Para simplificar la complejidad de los múltiples hilos que entretejen la historia expuesta con competencia y rigor por Diana Preston, se puede establecer una división del libro en tras grandes apartados. El primero se concentra en los descubrimientos de la física atómica, que fueron configurando el conjunto del saber científico en torno al entendimiento profundo de la composición de la materia. Aquí las vicisitudes personales de los científicos, sus patrones de trabajo y el carácter de la investigación tiene una importancia sociológica capital en la difusión y consecución de los hallazgos. Los avances iniciales se precipitaron de forma natural, la intensa sed de saber y la competencia entre mentes privilegiadas actuaban como incentivos en el progreso del conocimiento sobre la materia. En el ámbito de la física nuclear los hallazgos nacieron y se desarrollaron en un medio humano donde predominaba la comunicación y el libre intercambio y debate de ideas. Los físicos punteros sabían por medio de las publicaciones, las reuniones internacionales y las estancias de aprendizaje en laboratorios bajo la dirección de eminencias de otros países cuál era el estado de la cuestión en relación con los descubrimientos. El progreso era continuo, casi vertiginoso. Esta etapa de la historia, iniciada en la última década del siglo XIX se cierra al borde del estallido de la segunda conflagración mundial, en enero de 1939, justo cuando un equipo alemán encabezado por Otto Hahn y Lise Meitner descubre la fisión y toda la comunidad científica se percata de inmediato de las posibilidades que pueden llevar aparejadas la aplicación práctica de dicho saber en cuanto al uso de la energía liberada para fines civiles y militares. No obstante, no todo había sido un camino de rosas hasta ese momento, por feliz que fuera la visión retrospectiva tras el fin de la hecatombe culminada en 1945. La Primera Guerra Mundial había impuesto su peaje con la implicación de muchos de los científicos en las vicisitudes del conflicto (gas tóxico, guerra antisubmarina...), arrastrando consigo esa estela de dilemas morales que nunca dejarían de gravitar sobre ellos y su labor. También se ha de recordar que las leyes raciales alemanas, la persecución de los judíos desde el acceso de Hitler al poder en 1933, supusieron un aspecto en absoluto desdeñable por su irónica contribución a la concepción del arma nuclear para frenar el expansionismo nacionalsocialista.
Aunque el principal fin de la bomba fuera obtener la rendición de Alemania y Japón, también se pensaba en el impacto que tendría, como así fue, sobre los dirigentes de la Unión Soviética. Como sostiene John Lewis Gaddis (La guerra fría, RBA, 2008), la Guerra Fría ya había comenzado antes de que se pusiera fin a la Segunda Guerra Mundial
La parte siguiente, cuando la Segunda Guerra Mundial se ha desatado, supuso la aprobación y secreta dotación económica del conocido Proyecto Manhattan, una vez que los políticos fueron persuadidos por los científicos de la urgencia de poner en marcha el programa. A esta fase correspondió el establecimiento de las infraestructuras imprescindibles: terrenos, centros de experimentación, creación de equipos y selección de jefes competentes (como Robert Opprenheimer). Y así comienza el trabajo de investigación a contrarreloj por alcanzar cuanto antes en laboratorio las condiciones que pudieran dar lugar a la liberación de energía a una escala de proporciones descomunales, es decir, a la reacción en cadena autosostenida. Se obtuvo a principios de diciembre de 1942, gracias a los esfuerzos de Enrico Fermi y su equipo de Chicago. A partir de ahí, se entra en la tercera fase: quedaba la ingente tarea de solucionar los problemas logísticos y tecnológicos para construir el artefacto, escudriñar la materia explosiva más adecuada, la forma de hacerla estallar a voluntad, la prueba del ensayo con plutonio en Nuevo México (el 16 de julio de 1945 en Alamogordo), la selección y preparación de las tripulaciones y bombarderos, la elección de blancos y, finalmente, el llevar a cabo la doble acción que puso fin definitivo a la guerra. Sin olvidar en todo este proceso la perspectiva de un mundo convulsionado por la matanza, en combinación con la adopción de decisiones políticas de hondo calado según avanzaba la guerra, sujetas a compromisos internacionales y entremezcladas con asuntos de seguridad y expectativas de futuro. Esta esquemática descripción no entra en una cuestión crucial que debe ser subrayada para evitar la incongruencia de dar por hecho que las cosas ocurrieron porque era como tenían que suceder. Al contrario, lo sorprendente es que una empresa en principio tan incierta pudiera llegar a acometerse. Lo reconoce el propio del director del Proyecto Manhattan, el general Leslie Groves: “estábamos avanzando a ciegas” (p. 238). Como sostienen los especialistas en historia militar Williamson Murray y Allan R. Millet (La guerra que había que ganar, Crítica, Barcelona, 2002, p. 571): “Hasta el otoño de 1944 el Proyecto Manhattan no dio muestras de que realmente podía construirse una bomba...”. La incertidumbre fue, por tanto, la tónica general del programa nuclear Aliado, ni siquiera el mismo 6 de agosto había seguridad absoluta de que la bomba de uranio enriquecido (U235) lanzada por el bombardero Enola Gay de Paul Tibbets sobre Hiroshima hiciera explosión (como se ha mencionado, sólo se había probado en el desierto una bomba plutonio, material explosivo del que estaba compuesto el artefacto que se arrojó sobre Nagasaki).
Siguiendo la indagación de Diana Preston se puede observar cómo avanzaban los proyectos de los otros países, especialmente en el caso de Alemania, que contaba con el genio de Werner Heisenberg, pero también de Japón, iniciado por la Armada en diciembre de 1941, y la URSS
A esta cuestión esencial de la falta de seguridad se unen otros interrogantes de enorme calado que inicialmente cuestionan el proyecto. De todos los posibles caminos que se abrían al gasto y al empleo de los recursos norteamericanos, enormes pero limitados, ¿por qué Roosevelt dio su respaldo político a un desembolso tan ingente (más de 2.000 millones de dólares, 600.000 personas involucradas y una infraestructura equivalente a la de la industria del automóvil) a espaldas del Congreso? Si se repara que estas decisiones se planteaban en medio de una contienda en la que había que considerar dos teatros de operaciones de dimensiones continentales, Pacífico y Atlántico, en la necesidad vital de abastecer a las potencias aliadas (Gran Bretaña, Unión Soviética, China, etc.) y en que también era imperativo concentrarse en el desarrollo de los propios recursos militares, ¿cómo encaja en este contexto semejante dispendio, en especial sin la mínima seguridad de que el fruto se haría realidad y de que habría tiempo para su empleo?La autora no se plantea directamente estos interrogantes, pero de su trabajo se desprenden dos respuestas. Porque tanto Estados Unidos y Gran Bretaña como los científicos, que habían impulsado el proyecto desde el principio, estaban convencidos de que era una carrera contra Alemania y, en no menor medida, porque para los norteamericanos el objetivo no se circunscribía estrictamente a la Segunda Guerra Mundial. De este modo, aunque el principal fin de la bomba fuera obtener la rendición de Alemania y Japón, también se pensaba en el impacto que tendría, como así fue, sobre los dirigentes de la Unión Soviética. Como sostiene John Lewis Gaddis (La guerra fría, RBA, 2008), la Guerra Fría ya había comenzado antes de que se pusiera fin a la Segunda Guerra Mundial. Según advertía la Academia Nacional de Ciencias norteamericana en una evaluación sobre el programa a finales de octubre de 1941 “...en años venideros, la superioridad militar dependería de quien estuviera en posesión de bombas nucleares...” (p. 224). Efectivamente, siguiendo la indagación de Diana Preston se puede observar cómo avanzaban los proyectos de los otros países, especialmente en el caso de Alemania, que contaba con el genio de Werner Heisenberg, pero también de Japón, iniciado por la Armada en diciembre de 1941, y la URSS. En estas circunstancias, no son extrañas las operaciones que pusieron en marcha los Aliados, junto con la resistencia local, para poner fin a la producción y abastecimiento de agua pesada desde Noruega. Tampoco puede sorprender la lógica aplastante de Flerov, el joven científico que informó a Stalin (además del servicio de espionaje) de que los Aliados estaban detrás del arma nuclear, deducción simple del hecho de que habían desaparecido de las revistas académicas internacionales las firmas de los investigadores más renombrados en física atómica.
El problema fue que Hitler nunca vio con buenos ojos el proyecto nuclear, al contrario que los programas de las V1 y V2, razón por cual nunca se pudieron generar “los enormes recursos de mano de obra, materiales y capacidad intelectual necesaria” para llevarlo a cabo
Posteriormente se supo de las dificultades del programa alemán, del comportamiento ambiguo de sus cabezas pensantes (Heisenberg) --patriotas aunque renuentes a colaborar con el régimen nazi--, de las interferencias y compartimentaciones entre distintos organismos del Estado, del cálculo de que no habría tiempo (ahí acertaron), de las dificultades que plantearon los bombardeos de los Aliados o de los hipotéticos límites en sus conocimientos. No obstante, aunque la autora sostenga que hubiera sido “muy poco probable” que los alemanes hubiesen obtenido el artefacto nuclear, no así una “bomba sucia”, mucho más factible, es imposible olvidarse del convencimiento de los científicos que trabajaban en el Proyecto Manhattan, buenos conocedores y hasta amigos de los alemanes, como el húngaro Leo Szilard (enemigo declarado de la carrera armamentística y partidario de demostrar a los japoneses el potencial de ingenio antes de lanzarlo), Arthur Compton (físico que escribió a uno de los asesores de Roosevelt el 22 de junio de 1942: “si los alemanes saben lo que sabemos nosotros, y no nos atrevemos a descartar que lo sepan, podían lanzar bombas de fisión contra nosotros en 1943, un año antes de la fecha prevista para que nuestras bombas estén listas”, p. 245) o el judío-alemán Hans Bethe, jefe de la división de física teórica del programa (quien sostenía con meditada convicción que “era preciso construir la bomba de fisión, porque, presumiblemente, los alemanes también lo estarían haciendo”, p. 259). Por lo demás, los argumentos que aduce en favor de su posición Diana Preston son en buena parte factores que lastraban el plan, no el potencial científico que atesoraban los investigadores alemanes para llevarlo a efecto en caso de habérselo propuesto y de contar con los medios necesarios. Quizá sea éste el aspecto del libro que suscite más polémica y objeciones. En este extremo, el historiador británico Richard Overy es muy claro (véase Por qué ganaron los Aliados, Tusquets, Barcelona, 2005, pp. 310 a 321). Para él, Alemania contaba con suficientes recursos científicos, humanos (incluso prescindiendo de los renuentes) y técnicos. Los investigadores conocían las formas más avanzadas (electromagnética y a través del grafito como moderador) para obtener material fisible. El problema fue que Hitler nunca vio con buenos ojos el proyecto nuclear, al contrario que los programas de las V1 y V2, razón por cual nunca se pudieron generar “los enormes recursos de mano de obra, materiales y capacidad intelectual necesaria” para llevarlo a cabo. No es que el líder nazi detuviera los trabajos, sino que su actitud derivó en un menor grado de apremio que el reclamado respecto a otros proyectos armamentísticos como el ya de fabricación de cohetes, que recibió cantidades ingentes de medios y mano de obra debido al entusiasmo que supieron suscitar en Hitler ingenieros como Wernher Von Braun (se llegaron a construir más de 6.000 cohetes y bombas volantes con un coste de más de 5.000 millones de marcos).
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