Katsushika Hokusai fue un polifacético y productivo artista, uno de los grandes maestros de la cromoxilografía japonesa. Nació en las afueras de Edo y al quedar huérfano a temprana edad, fue adoptado por un artesano que realizaba espejos para la corte del Shogun. Tras aprender el oficio de grabador y xilógrafo, entró como aprendiz de pintor (llevaba pintando desde los seis años) en el taller del maestro del “ukiyo-e” Shunsho (uno de los principales maestros de retratos de actores), aunque también trabajó y aprendió con distintos pintores (Hiroyuki, Torin, etc), estudiando además la pintura europea. Hacia 1797 adoptó el nombre de Hokusai y comenzó la época de su apogeo artístico: publicó una serie de importantes retratos femeninos e ilustraciones en color “Canciones de Itako”, “Vistas famosas de la capital oriental”, “Montaña sobre montaña”,…
Caracterizado por una gran creatividad, hacia 1805 había tocado todos los aspectos del ukiyo-e: surimonos, estampas sueltas, libros de ilustraciones y de anécdotas, ilustraciones de poemas y narraciones históricas, libros eróticos, pinturas y dibujos. Por esa época empezó a estudiar la pintura china y el arte de la ilustración de novelas, y a partir de 1814 empezó a editar libros de dibujos, los “manga”, reproduciendo la vida y actividad del pueblo en sus tareas cotidianas, además de series de escenas mitológicas, de animales, de plantas y paisajes. Sus series más famosas son las “36 vistas del Fuji” y los tres volúmenes de la obra “100 vistas del Fuji”, que han sido consideradas por la crítica como la obra cumbre de la pintura paisajística japonesa.
Su vida personal fue inquieta y agitada, vivió siempre en la pobreza, se cambió unas veinte veces de nombre y unas noventa y tres de casa; se casó dos veces, tuvo varios hijos y realizó numerosos viajes, además de crear incesantemente, ya que se calcula que su obra abarca unas 30.000 estampas e ilustraciones para casi 500 libros.
Como artista, contribuyó a dar una nueva dimensión al “ukiyo-e”, convirtiendo al paisaje, y a la pintura de flores y pájaros en géneros autónomos y reconocidos. Fue audaz en la combinación de colores, perspectivas y detalles, representando la naturaleza a veces con un realismo radical. Se ocupó de los temas más diversos, abarcando en su ingente obra desde burdeles hasta imágenes religiosas budistas, desde plantas o flores hasta los paisajes grandiosos, pasando por caricaturas satíricas, el diseño de pipas, de arquitecturas religiosas, paisajes en miniatura y panoramas. Gran maestro de la improvisación llegó a utilizar como instrumentos pictóricos huevos, botellas y los dedos.
En la obra que acompaña al artículo “Ola en alta mar en Kanagawa”, perteneciente a la serie de “36 vistas del monte Fuji” (1831-1834), nos muestra una vista del monte Fuji hacia tierra firme desde alta mar. En la serie representa al monte desde distintos puntos de vista, a diferentes horas del día y en diversas estaciones (lo cual irremediablemente nos remite a las famosas series que, años más tarde, realizará Monet). Aquí vemos como la cresta de la ola está a punto de romper sobre las barcas y los marineros, mostrando la violencia de la naturaleza contra la que el ser humano se encuentra impotente, otra forma de reflejar el “ukiyo-e”, lo cambiante, lo efímero, lo fugaz.
Su capacidad creativa se mantuvo siempre activa hasta que un incendio destruyó
sus bocetos y materiales de trabajo en 1839, tras lo cual continuó trabajando
pero de modo más pausado. Sus últimas obras, realizadas poco antes de morir a
los 89 años, ponen de manifiesto su enorme capacidad y determinación artística
para superar los achaques de la vejez. A mediados del siglo XIX sus grabados,
como los de otros artistas japoneses, empezaron a importarse a París, Francia,
donde se coleccionaban con gran entusiasmo, en especial por parte de
impresionistas de la talla de Claude Monet, Edgar Degas y Henri de
Toulouse-Lautrec, cuya obra denota una profunda influencia de dichos grabados.
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