Amsterdam, junio de 1945
La ciudad había sido liberada y, pese a que las cicatrices que había dejado la guerra tardarían en cerrarse, se respiraba optimismo y alegría en la ciudad. Sin embargo, Han no paraba de dar vueltas en un catre mugriento. La falta de morfina le impedía dormir y la acusación que pesaba sobre su persona no ayudaba en absoluto. A duras penas se levantó y profirió un grito más frío que los barrotes que le confinaban en aquella celda:
¡Estúpidos! ¡Idiotas! ¡Eso no es un Vermeer! ¡Esa obra la pinté yo!
Había sido condenado por un crimen que no había cometido. Era inocente. Más o menos.
La Haya, 1928
Desde que en 1913 abandonase los estudios de arquitectura y se dedicase a la pintura, Han van Meegeren se había abierto un hueco en el panorama artístico holandés. No le faltaba talento e incluso había ganado algún que otro premio. Réplicas de su obra, El cervatillo, realizada para la princesa Juliana, colgaban de las paredes de una multitud de casas (Imagen 1). Por si fuera poco, era un reconocido retratista. Pero, tras su segunda exposición en solitario, su carrera sufriría un gran revés. Una crítica supuso su epitafio como pintor: “Posee todas las virtudes, excepto la originalidad”. El estilo de van Meegeren, heredado de los grandes maestros del XVII, no encajaba en el siglo de las nuevas vanguardias. El orgullo y el desprecio por el arte moderno no le permitieron encajar ese golpe. Si sus obras no podían ser admiradas en su época, no le quedaba otro remedio: las haría viajar en el tiempo.
Riviera francesa, 1932
La venganza es un plato que se sirve frío. Pero, además, hay que saber cocinarlo. Han había decidido esconderse en las sombras y elaborar un minucioso plan para ridiculizar al lobby de la crítica artística. Se mudó con su familia a una pequeña localidad de la Costa Azul y se dispuso a pintar una gran obra maestra al estilo de Vermeer. Y no se limitaría a realizar una burda copia, pintaría un original que pudiese haber hecho el famoso pintor. ¿Y por qué elegir a dicho artista? Por una parte, porque había dejado escasas obras para la posteridad y una nueva causaría un tremendo impacto. Por otra, y quizás la más importante, porque cuadros como La callejuela o La joven de la perla le otorgaban, según algunos, el título de mejor pintor de su siglo. Estas cosas hay que hacerlas a lo grande.
Pero para pintar como el genio de Delft hacía falta algo más que sed de venganza y un aplastante dominio de la técnica. Había que mimar los detalles hasta el extremo. Van Meegeren hizo acopio de los pigmentos que usaba el flamenco (bermellón, blanco de plomo, lapislázuli, etc.) e incluso fabricó sus propios pinceles siguiendo la costumbre de la época. Por otra parte, recopiló auténticas obras del siglo XVII. Las obras por sí mismas no le importaban lo más mínimo, pero necesitaba lienzos que hubiesen sufrido el desgaste de 300 años. Con precisión de cirujano eliminó la pintura sobre el lino y así consiguió el soporte ideal para sus cuadros. Durante los siguientes años se dedicó a perfeccionar su técnica hasta que estuvo seguro de que nadie le descubriría. Una vez listo, sólo faltaba seleccionar el tema para su obra y qué mejor que recurrir a otro gran maestro del que Vermeer había recibido influencias: Caravaggio. La cena de Emaús sería el tema elegido.
Seguro que van Meegeren no podía estar más satisfecho al dar su última pincelada. Pero todavía quedaba un tremendo obstáculo. La pintura al óleo se va secando y agrietando con los años. Con aquel cuadro todavía húmedo no engañaría a ningún experto. Pero, como decíamos, todo estaba cuidado hasta el extremo. El holandés había mezclado los pigmentos con baquelita, un polímero que se endurece con el calor. Sólo quedaba meter el lienzo en el horno. Tras sacarlo, le dio una capa de barniz y lo enrolló de modo que surgiesen craqueladuras en las marcas que habían dejado las antiguas obras sobre los soportes reusados. Y como quiera que los cuadros acumulan suciedad a lo largo de los años (y no digamos de los siglos), ensució la superficie para deslucir su reciente creación. Lo había conseguido: había pintado un Vermeer.
Mónaco, Septiembre de 1937
El corazón del doctor Abraham Bredius nunca había latido tan rápido. Un tratante le había hecho llegar un cuadro para examinar (Imagen 4). No cabía duda. Era una obra maestra de Vermeer o, según sus propias palabras, era “la gran obra maestra” de Vermeer. Y él lo haría público. Una medalla más en su gloriosa carrera.
A Hans van Meegeren solo le faltaba dar el último estoque. Según sus planes, había llegado el momento de humillar a la crítica y a esos supuestos expertos en arte encabezados por Bredius. Pero algo le hizo cambiar de opinión. Se sospecha que la fortuna que había logrado con la venta del cuadro tuvo algo que ver (más de cuatro millones y medio de euros al cambio actual). Con ese dinero compró una mansión en Niza y siguió trabajando con la técnica que tanto había tardado en depurar.
Berlín, agosto de 1943
Las fuerzas del Eje han perdido el Norte de África, pronto caerá Italia. Quizás por eso Hermann Göring decide poner a salvo su incomparable colección de arte. En ella destaca una obra de Vermeer: Cristo entre los adúlteros (Imagen 5).
Mina de sal de Altausse (Austria), mayo de 1945
La Segunda Gran Guerra llega a su fin y los aliados siguen ganando terreno. Al entrar en la mina de sal de Altausse encuentran cientos de cajas almacenadas con un total de más de 6000 obras de arte (Imagen 6). El valor de aquellas piezas es incalculable. Hay una que hará especial ilusión al recién liberado pueblo holandés, una que lleva la firma insigne de Vermeer.
Las investigaciones de las autoridades holandesas no se hacen esperar y el comerciante nazi que había vendido la obra a Göring pronto confiesa el origen de aquella pieza. Todos los focos apuntan hacia un pintor holandés que había desaparecido del panorama artístico: Han van Meegeren. Había expoliado patrimonio de su propio país, había negociado con los invasores. Aquello era alta traición y se pagaba con la vida.
Amsterdam, finales de 1945
Han van Meegeren se jugaba la cabeza con cada pincelada. Había conseguido esquivar la condena, pero solo a cambio de demostrar que era capaz de falsificar un Vermeer. Durante seis semanas tuvo lugar uno de los juicios más peculiares de la historia. El pintor no solo exigió su material, sino también tabaco, alcohol y morfina, alegando que le eran completamente necesarias para desatar su creatividad. Volvió a elegir un cuadro en el que Cristo era el gran protagonista: Jesús entre los doctores. Pese a que su técnica había empeorado, consiguió salvar el cuello. En aquella corte se pintó el último Vermeer (Imagen 7).
Amsterdam, finales de 1947
Quien es capaz de crear un Vermeer puede crear cualquier historia. Van Meegeren esgrimió que sus obras solo tenían la finalidad de engañar a los nazis para salvar el patrimonio patrio. Había pasado de traidor a héroe. Una encuesta realizada ese mismo año le situaba como la persona más popular de su país, solo tras el primer ministro y por encima del propio principie, para cuya mujer había pintado aquel cervatillo cuando todavía era un pintor honesto.
En cualquier caso, el falsificador se enfrentaba ahora a cargos de fraude. En este juicio no sería necesario que cogiese de nuevo el pincel. Su modus operandi quedaría al descubierto gracias a pruebas más fiables: entraba en acción la evidencia científica. Y lo hacía de la mano de Paul Coremans, doctor en Química Analítica y responsable científico de Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica. Gracias a meticulosos análisis químicos se confirmó la presencia de baquelita (polímero comercializado a partir de 1910), tal y como van Meegeren había confesado. Además, se hallaron rastros de Albertol, una resina sintetizada en 1910 que habían encontrado en el taller del falsificador, y azul cobalto, pigmento descubierto en 1802 y que, obviamente, Vermeer nunca pudo usar (Imagen 8). La suciedad escondida entre las craqueladuras, que tanto habían ayudado a engañar a los expertos, resultó no ser natural, sino tinta india con la que van Meegeren había dado un toque añejo a sus pinturas.
Frente al tribunal y la multitud que seguía el juicio, Coreman fue mostrando las evidencias una a una. El propio van Meegeren quedó impresionado – Un trabajo excelente, señoría- le confesó al juez. Sin duda, aquel 29 de octubre marcó un antes y un después en cuanto a la importancia de los estudios científicos en obras artísticas.
Dos semanas después Van Meegeren fue condenado a un año a prisión, aunque jamás cumpliría dicha condena. El hombre que engañó a Göring falleció el 30 de diciembre. No sin antes haber visto consumada su venganza.
Han van Meegeren fue uno de los mejores falsificadores de todos los tiempos, el mejor si hacemos caso a la opinión del propio Coreman. Posiblemente su engaño no se hubiese descubierto hasta mucho después de no haberse visto envuelto en esta rocambolesca historia. Algo que nos lleva a pensar cuántos falsificadores habrá de los que no conozcamos ni el nombre. ¿No son esos realmente los mejores? Aquellos cuyas obras descansan en las paredes de museos y colecciones privadas sin que nadie se percate, a la espera de que algún estudio científico desvele su verdadero origen. Para reflexionar sobre este hecho acabemos con una sentencia que dejó durante su juicio el protagonista de nuestro relato:
“Ayer esta pintura valía millones y expertos y amantes del arte hubiesen venido de cualquier parte del mundo para admirarla. Hoy no vale nada, y nadie cruzaría la calle ni para verla gratis. Pero la pintura no ha cambiado. ¿Qué es lo que ha cambiado?”
Epilogo
Tras la muerte de van Meegeren hubo quien se negó a creer su confesión y llegó a denunciar a Coreman por devaluar las obras de arte que seguían considerando auténticos Vermeers. En 1968, la revista Science publicaba un artículo en el que el estudio de radioisótopos de polonio y radio demostraba que obras como La cena de Emaús habían sido pintadas en el siglo XX (sirve este artículo también para hacer arqueología científica y ver que diferentes eran las publicaciones de aquella época). Desde entonces los métodos científicos han ido avanzando y se han realizado nuevos análisis (presencia de impurezas, análisis cromatográficos, etc.) que siguen descubriendo fallos en las falsificaciones de van Meegeren, dejando en evidencia que hoy sería casi imposible engañar a todo el mundo como él hizo.
Fuente: https://culturacientifica.com/2017/12/10/pintor-engano-los-nazis-no-la-quimica/